Estas modas nuevas de los progres recalcitrantes me tienen loco. Yo la verdad es que, con perdón si molesto, dispongo de cierta formación que choca directamente con las prácticas que nos quieren imponer desde las no tan prietas filas de la izquierda. Me enseñaron a tener cierto respeto con las personas en general, con los mayores y las señoras en particular que me parece que está ya demodé. Así que, a pesar de mi avanzada edad y con un ímpetu más propio de un juvenil que de un señor enfurruñado como yo, me he propuesto desde hace unos meses cumplir a rajatabla las normas del feminismo más radical, los designios de los jerarcas de la falsa progresía nacional, si me permiten la palabra prohibida y las directrices de la nueva modernidad, casposa y vieja desde la cuna pero que debes admitir a riesgo de perder para siempre tu prestigio social ganado -el que haya sido capaz, que esa es otra- a lo largo de duros años de observancia de lo que en otro tiempo se dio en llamar, simplemente, educación.
Pero claro, las cosas no son tan sencillas como nos las cuentan, qué va. Yo he pasado, en las últimas fechas, por situaciones de bochorno importante a cuenta del cumplimiento de "el nuevo orden", porque resulta que cuando te pones a ello, a aplicar esas normas de igualdad entre todos los seres humanos, resulta que a muchos, pues como que no les gusta demasiado. Me explicaré. Por ejemplo, hace unos días entraba yo en una panadería cercana a mi domicilio. Nada más abrir la puerta, hecha de vidrio y metal, me percaté que detrás de mí parecía hacer ademán de entrar una pequeña señora vestida de manera bastante triste y tocada con una especie de sombrero masculino que me pareció indicar cierta cercanía a las conocidas tesis feminazis. Así que, ni corto ni perezoso y poniendo en marcha lo aprendido, en lugar de sujetar la puerta y dejarla pasar primero como hubiera hecho en otro tiempo, decidí no sólo entrar yo antes sino que, haciendo además ostentación en el gesto, una vez dentro solté la puerta de manera digamos "vehemente", como diciendo "no se preocupe, que no sólo no le cedo el paso sino que va a tener usted que abrir por sí misma", cosa por cierto nada fácil pues se trata de un comercio ubicado en un edificio antiguo y la mencionada puerta pesa un quintal. El resultado fue el contrario al deseado. Quedé desolado al comprobar que la dama no esperaba mi gesto de respeto a la igualdad de sexos y, al ir a entrar, la puerta le impactó de tal manera en la nariz que la pobre tuvo que ser auxiliada por dos parroquianos -no por mí, por supuesto- al sufrir fuertes mareos y aparecer un creciente moratón en su frente. Al recuperarse, en lugar de agradecerme el gesto de haber reconocido su femineidad rampante, superior sin duda a la pobreza de miras del varón español, comenzó a lanzarme diversos improperios que sonrojarían a un trabajador -o trabajadora- de los muelles de Marsella. Es más, la dependienta -o dependiente- de la panadería me miró mal al entregarme la chapata -o chapato- y en su cara vi la más profunda desaprobación y ciertas ganas de atizarme con el pan. Salí de allí profundamente confundido y convencido de haber entendido mal las pautas de comportamiento actuales.
Tras hacer un repaso mental profundo y sin entender el porqué de la actitud de aquella señora, salí de nuevo a la calle, confieso que con cierta inseguridad, dispuesto a acertar en la próxima ocasión que se me presentase. Esta llegó en el autobús. Después de viajar un rato de pie, quedó un sitio libre en la parte trasera. En el centro del vehículo íbamos tres o cuatro personas, mujeres y hombres, yo ya no le doy importancia a la distinción entre sexos, además alguna de ellas la verdad es que no sabría decir qué eran, si pulpo o calamar. En fin, a lo que iba. Al ver vacío el asiento y como me encontraba cansado, me acerqué sin disimulo y con cierta premura al mismo, de modo y manera que una señora digamos bastante gruesa y con un ligero olor desagradable, llegó al mismo tiempo que yo. Entiendan que no tuve más que unas décimas de segundo para calibrar la difícil situación, pero dadas las circunstancias y el aspecto de la mujer -bueno, eso creo que era- me lancé raudo a ocupar el lugar. Llegué el primero, sí, pero la señora lo hizo a pocas centésimas, de manera que acabó posando su enorme trasero encima de mi. Excuso decirles la que se lió. Además de llamarme grosero y maleducado a voces, empezó a lanzar feas acusaciones de índole sexual, como diciendo que yo me había aprovechado para rozar no sé que partes nobles con su sensual figura. No podía dar crédito. Un espécimen que parecía militar en las filas de la más dura progresía se molestaba porque no le había cedido el asiento y, con la frente perlada de sudor y enarbolando el bolso me amenazaba con llamar al conductor y con no sé cuántas denuncias y demandas. Nuevamente desolado y viendo la que se estaba montando, opté por apearme en la siguiente parada y andar el resto del camino evitando, en la medida de lo posible, ni siquiera mirar a cualquier conato de mujer que se cruzara conmigo.
Desesperado, me recluí en casa sin ganas de salir a territorio hostil. Me empapé todo lo que pude de falsa progresía intelectualoide, de la necesidad de comprender a las razas que nos quieren asesinar por no profesar su fe, de defender siempre al negro sobre el blanco, de ser comprensivo con el delincuente y enormemente crítico con la autoridad, sobre todo si es competente, por supuesto. Entendí que si una hembra de color -de color negro, me refiero- asesina vilmente a un niño de 9 años será porque nuestra sociedad la ha empujado a ello y que si queremos condenarla por ello no sólo somos racistas y machistas sino que además no entendemos las vicisitudes que la habrán llevado a "actuar así". Aprendí a no utilizar en estos casos la palabra asesinato, ni a hablar de crueldad infinita y sí a hacerlo si un hombre de color -de color negro, me refiero-, muere de un infarto en plena calle mientras participaba en unos brutales disturbios provocados por los de su raza frente a unos policías -estos sí- asesinos, crueles y criminales que no tienen ningún derecho a defenderse de las agresiones de esos pacíficos senegaleses que tienen un barrio secuestrado. Comprendí, en suma, que un violador de niños, un terrorista en serie o un descuartizador de mujeres son también seres humanos que merecen otra oportunidad -de delinquir- y que nosotros, la ciudadanía, no tenemos derecho a pedir para ellos la llamada prisión permanente o cadena perpetua, que eso sólo es para los exdictadores de derechas y sus viles secuaces, que somos todos aquellos que no comulgamos con el "nuevo orden", la "falsa progresía" o la "moderna intelectualidad".
Comprenderán que lleve varios días recluido en casa. No me atrevo ni a abrir las persianas. Primero leo, estudio y empollo qué es lo correcto y después me quieren atizar si lo llevo a cabo. A ver si se aclaran. Porque me da mucho miedo salir a la calle y encontrarme a una mujer negra agrediendo a un niño blanco, a un hombre negro quemando contenedores o a un tipo malencarado intentando abusar de una señorita y hacer algo incorrecto. Podría intentar intervenir y denunciar lo ocurrido, pero si lo hago no sería progresista. Y si no lo hiciera es posible que alguien me lo reprochara. Me da miedo equivocarme y quedar mal, sobre todo porque a mí me parece que aquí lo que hay es mucho fariseo al que le gusta el postureo fácil pero que, si se presenta la ocasión, escurre el bulto a velocidad supersónica y que lo arregle otro. Y yo, la verdad es que eso de arreglar entuertos mejor se lo dejo a don Quijote, que encaja mejor los golpes. Si no se aclaran yo, como Sancho. Que lo haga vuestra merced.
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