Hace ya 36 años, algunos vivimos unos inquietantes acontecimientos que trataban de llegar a ser algo que no fueron gracias a la actitud y el empaque de un joven Rey que tuvo la gallardía y la clarividencia de salir en la tele de entonces a las tantas de la noche para, sobre todo, garantizar el orden constitucional y desautorizar el intento chapucero de golpe al Estado que unos cuantos, más de los que luego fueron condenados por ello, llevaban tramando una temporada y aquel infausto día trataron de poner en marcha. Como la clase política de entonces estaba secuestrada en el Congreso de los Diputados, donde se encontraban todos los representantes elegidos por el pueblo y el Gobierno en pleno, el monarca salió vestido con el uniforme de capitán general del Ejército y sus palabras se convirtieron inmediatamente en órdenes pues, a pesar de no tener poderes ejecutivos, en aquel momento los sediciosos pertenecían a diversos cuerpos militares y Juan Carlos I, que así se llamaba el joven Rey, era el más alto mando de los golpistas y su autoridad sobre ellos no admitía discusión. De hecho no la tuvo y, en pocas horas, desactivó lo que pudo ser un golpe de Estado y consiguió que nuestro país, España, pudiera disfrutar de un régimen de libertades y democracia hasta el día de hoy. Por supuesto, en todo el discurso no apeló ni una sola vez al diálogo y a todo el mundo le pareció bien no ponerse a hablar con los que empuñaban las armas.
Quién le iba a decir entonces a su pequeño hijo, que en aquellas fechas sólo contaba con 13 años de edad que, tanto tiempo después y con las supuestas libertades alcanzadas ya consolidadas y siendo España un país plenamente moderno y miembro destacado de todas las principales estructuras supranacionales europeas, un Estado respetado y puesto como ejemplo en las escuelas de todo el mundo al hablar de la transición de un modelo político autoritario a otro democrático, en pleno año 2017, iba a tener que emular a su padre y salir en todas las teles de ahora, incluso en las del enemigo sedicioso, a hacer exactamente lo mismo que su padre hizo entonces, a garantizar el orden constitucional y a asegurar que el régimen actual de libertades y la integridad del territorio no se iban a poner en peligro por la irresponsable y vergonzante actitud de unos arribistas que, en este momento, ocupan las más altas cotas de poder en lo que se llama Generalitat de Cataluña.
La diferencia fundamental entre ambas alocuciones y el momento de llevarlas a cabo es que Felipe VI, que con este nombre reina nuestro Rey, no se ha encontrado con el Gobierno secuestrado. No se ha visto solo ante el peligro con todas las autoridades políticas retenidas por unas decenas de chalados. Todos están en perfectas condiciones de revista, en libertad y, se supone, ejerciendo sus respectivos cargos para los que han sido convenientemente nombrados y por los que cobran abundantes y jugosos salarios. Felipe VI no ha tenido más remedio que dirigirse, vestido impecablemente de civil, a la Nación, a los españoles, a los sediciosos, a todo su pueblo, porque un Gobierno cobarde, canalla y felón, que se dedica a jugar el partido con la calculadora en la mano más que a hacer cumplir la ley, y una oposición meliflua, acomplejada y de poco fiar no han querido, así como suena, no han querido intervenir ante un golpe de Estado que, a diferencia de lo ocurrido hace 36 años no ha sido la obra apresurada de cuatro chiflados, sino que lleva preparándose a conciencia durante décadas y ni uno ni otro han sido capaces de interferir mínimamente para impedir que se llegara a esta situación, para evitar que el Rey de España haya tenido que salir en la tele a hacer lo que los otros no se atreven, a apelar a la Constitución, a poner en su lugar a los que se saltan las leyes con reiteración y a asegurar que alguien, no sabemos aún quién, hará que se cumplan, simplemente porque es lo que se debe hacer.
Para el que se acabe de caer del guindo, que sepa que esto que pasa en Cataluña no es de ahora. El nacionalismo separatista lo empezó un señor que se dedicó durante décadas a enriquecerse mientras insuflaba de calculados ánimos a las hordas independentistas a cambio de sostener a los sucesivos Gobiernos en Madrid, de ambos signos políticos. Ese tipo despreciable, Jordi Pujol, urdió todo un sistema de clientelismo político en esa región que consistía en que, si uno se declaraba nacionalista, ascendía en el escalafón y si no, se podía dar por socialmente muerto. Al más puro estilo del nazismo, de su ídolo Goebbels, comprendió que sus anhelos tenían que sostenerse con dos pilares: una política de comunicación masiva del supuesto hecho diferencial, de que el enemigo es España, de que nos roba y demás letanía, y disponer de carta blanca en la educación de los niños para someter a un brutal adoctrinamiento desde la cuna a las nuevas generaciones de catalanitos. Ambas cosas las hizo a la perfección ante la boba mirada de los gobernantes del Estado: creó una red de medios de comunicación públicos, es decir, pagados con los impuestos de todos los españoles, en la que el mensaje debía ser el antes mencionado, que se resume en que la culpa de todos los males que nos ocurran la tiene España, el enemigo opresor. TV3 ha liderado esta política de intoxicación masiva, acompañada por el resto de medios públicos y la mayoría de los privados, a los que no les llegaba una subvención si no se adherían a la causa. Y consiguió todas las transferencias en materia de Educación, de manera que llevan treinta años inoculando a los niños el odio, así de simple, el odio más visceral a todo lo que huela a rojo y gualda.
Comunicación y Educación. En esas dos patas se ha basado todo lo que ahora sucede y parece imparable. Todo consentido e incluso impulsado por políticos como el nefasto ZP, que prometió respetar cualquier Estatuto catalán que aprobasen entre toda esta gentuza aleccionada y avivó la hoguera que está quemando a todo bicho viviente en nuestro país y el inane Rajoy que, paralizado, narcotizado e idiotizado, balbucea gilipolleces sobre jueces, fiscales y Tribunales en lugar de aplicar la ley y, como le está exigiendo el preclaro Albert Rivera, utilizar las armas legales que le permite la Constitución y acabar con este pandemonium ininteligible que va camino de concluir en un enfrentamiento civil. Para los que no me crean y me llamen exagerado, les recomiendo una lectura indispensable: "Adios, Cataluña", de Albert Boadella. No se trata de un indocumentado, precisamente. En el libro, que está escrito en 2007 pero es de rabiosa actualidad narra, con todo tipo de detalles, las desventuras sufridas por un catalán de pura cepa pero no nacionalista en aquella bendita tierra y anticipa lo que por desgracia, está pasando en este mismo momento por allí.
En definitiva, me parece que la intervención del Rey Felipe VI, en la que como su padre 36 años antes, acertadísimamente a mi juicio, no mencionó el manido diálogo porque con quien te apuñala es imposible hablar sino que lo que hay que hacer es defenderse, significa el principio de las ulteriores actuaciones que el Estado deberá sin duda acometer, insufla ánimo y valor a aquellos pusilánimes que todavía no tengan claro quién es el enemigo y actúa y actuará, a mi modo de ver, como pegamento para que todos los que creemos en España, en un país con más de 500 años de historia que sabe convivir unido, vayamos todos a una sin cobardías ni medias tintas a recuperar lo que es nuestro y unos pocos nos quieren hurtar. Que así sea.
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