miércoles, 12 de octubre de 2016

Orgullo, pena y envidia

Hoy se celebra el día de la Hispanidad. Con un desfile militar cada vez más breve en Madrid y discretos actos semiproscritos diseminados por la superficie de España se despachan más de quinientos años de historia, de gloria y de penas, de triunfos y derrotas, de conquistas y pérdidas. Y todavía hay a quien le escuece, quien lo lamenta y quien abomina de cualquier conmemoración de la aventura colombina. A este país nuestro y a mucha gente que lo puebla, yo no los entiendo.

Lo que a mí me hubiera gustado de verdad, de verdad en la vida, es haber logrado una medalla de oro en cualquier disciplina, deportiva o no, para haber tenido la oportunidad de subir al podio y escuchar mi himno al tiempo que, con la mano en el pecho, como los americanos del norte, contemplaba llorando cómo la bandera roja y gualda ascendía lentamente por el mástil. No sé explicarlo, pero estoy seguro que hubiera sido memorable, inolvidable, épico, la piel de gallina, las lágrimas en mis mejillas, el corazón al galope, el nudo en la garganta y, al concluir la ceremonia, un grito exultante, quizás unos golpes en el pecho, seguro que un orgullo y una emoción enormes por haber sido campeón de algo defendiendo a mi país, a España. Eso es lo que de verdad más me hubiera gustado.  

Eso sí, debo ser un imbécil porque a los de ahora, a la chusma que puebla la escena política de hoy, les repugna todo lo que a mi me llena de orgullo. Podría entender hasta que un vasco o un catalán se emocionen más si suena Els segadors o se iza la ikurriña. Uno puede sentir más una bandera que otra y es respetable. Pero que un merluzo que va hecho unos zorros, sucio y desharrapado, que no tiene ni puta idea de lo que España ha sido en el mundo, que no sabe ni la fecha del Descubrimiento, que igual no tiene donde caerse muerto, cuyos ídolos son el alcohol, el Ché y Maduro, que un tipo así se permita despreciar a su país, a sus símbolos, me da muchísima pena. Pena por él, naturalmente, porque se pierde este torrente de sentimientos que a uno le sobrecogen cuando observa cómo su país es reconocido como una potencia mundial, cómo en Hispanoamérica agradecen las influencias culturales que allí dejamos, o simplemente cuando uno de nuestros representantes vence en una competición de ámbito mundial.


Todos estos líderes de pacotilla que por querer ser más de izquierdas que nadie desairan a España, a su Rey y a su Gobierno no me dan más que pena. El infausto Snchz, Carmena, Iglesias, Colau, Garzón o Llamazares no inspiran otra cosa a alguien como yo porque carecen de la capacidad de emocionarse por el simple hecho de pertenecer a un colectivo que se llama España y porque, no contentos con eso, además se jactan de ello. Pues qué bien, ellos se lo pierden. 

Habrán visto ustedes sin duda la que se monta en Francia cuando simplemente alguien no entona La Marsellesa, o a Italia cantando a voz en grito su himno el día que nos eliminaron en la última Eurocopa de fútbol. Les recomiendo que busquen en youtube a la selección de Argentina de rugby en el momento de escuchar su himno. Impresiona ver a tíos de más de cien kilos con aspecto de fieras temblar como niños ante lo que consideran más sagrado. Y qué decir de los estadounidenses, de su veneración cuando suben las barras y estrellas y atrona "The Star-Splanged Banner", todos son uno, aunque el acto discurra en un estadio enorme da igual, los 70 u 80.000 se pondrán la mano en el corazón y acompañarán a SU himno mientras suena y a SU bandera mientras se alza al viento. Ya lo he escrito alguna vez, qué envidia produce ver ese sentimiento unánime de pertenencia y orgullo en un país tan joven como los Estados Unidos mientras que aquí se menosprecian esos sentimientos que no emanan sino de la nobleza y el agradecimiento de la gente por haber nacido donde lo hizo.         
 
Hay gente incapaz de amar. Está demostrado, como que hay quien no siente dolor, quien no está capacitado para distinguir los colores o quien no puede percibir los olores. Está visto que también existen personas que no pertenecen a un país, que no sienten nada por haber nacido en él. Bien. Es una discapacidad como otra cualquiera, una minusvalía, una mutilación. No es ningún desdoro sufrir una carencia, haber nacido con algún sentido atrofiado. En los tiempos actuales, la integración de estas personas es un objetivo de Estado, un irrenunciable propósito de una sociedad sana y con visión de futuro. La diferencia sutil es que los afectados por el odio a lo español padecen su enfermedad por propia voluntad, no porque la naturaleza haya sido cruel con sus mentes y cuerpos. Así que, señores y señoras, compañeros y compañeras, miembros y miembras de tan insigne colectivo, no les queda otra. A joderse.

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