Dentro de poco más de una década hará casi un siglo que reinó en Europa uno de los mayores asesinos en serie que el mundo ha conocido sin que no sólo nadie hiciera nada por impedirlo sino que, antes al contrario, se le ofreció alfombra roja desde todas partes para llevar a cabo su política salvaje de eliminación sistemática de todo aquel al que considerara inferior, adjetivo en el que cupieron judíos, gitanos, morenos o tullidos, en realidad todo aquel que se le pusiese entre ceja y ceja a Adolf Hitler o a cualquiera de sus dementes secuaces.
Contra lo que pueda pensarse, todo aquello no comenzó tras ganar las elecciones en 1933. Mucho antes, al acabar la Primera Guerra Mundial, el futuro caudillo nazi ya empezó a dar señales públicas de sus creencias, incorporando la esvástica, proclamando su odio al judío y su no aceptación del tratado de Versalles y de las consecuencias económicas que para Alemania tuvo. Diez años antes de los comicios, ya hubo una especie de golpe de Estado fallido en el que participó el futuro partido nazi y por el que el líder pasó un año en prisión. Allí tuvo tiempo para plasmar sus delirios en "Mein Kampf", por lo que nadie en su país -ni allende sus fronteras- podía decir ya que le sorprendería lo que luego ocurrió. A lo largo de los años que quedan hasta 1933, Hitler va afianzando su poder y el del partido, creando las SS, armando jaleos constantes, lanzando campañas de propaganda brutales e incluso incendiando el Reichstag y culpando a los comunistas de ello, algo en lo que los nazis se erigieron como auténticos maestros.
Ya en el poder, pronto se crean la Gestapo y los tristemente célebres campos de internamiento, luego de exterminio, se organizan grandes quemas de libros "antigermánicos", se persigue a la gente por sus ideas y por su religión y se da rienda suelta a la violencia contra los judíos, algo que alcanza su momento álgido en la famosa "Noche de los cristales rotos", en 1938, cuando los nazis se quitan definitivamente la careta y consienten el asesinato indiscriminado de judíos, el expolio de sus pertenencias y la abolición de todos sus derechos por el único hecho de profesar una fe diferente y pertenecer a una raza distinta a la aria.

Es decir que, mucho antes del inicio de la segunda gran guerra, todo el mundo sabía lo que iba a pasar. El racismo extremo ya se había desencadenado con fuerza y se había sembrado el odio y el rencor contra todo lo que se etiquetaba de antialemán por los poderes políticos. Nadie pudo pues decir luego que se sentía "sorprendido" por el nivel de horror alcanzado en Auschwitz y lugares similares, por la sencilla razón que todo eso ya existía antes de comenzar el conflicto bélico.
Pues bien. Hace un par de días, dos chicas que anunciaban por la calle en Barcelona dónde se va a poder seguir a la selección española de fútbol por televisión ante el apagón político que los separatistas están propiciando en aquella región, fueron arrastradas de los pelos, golpeadas y vejadas por cinco tipos en pantalón corto y con pinta de guarros, es decir, de estética claramente conocida y clasificable y, lo que es peor, todo ocurrió ante la atenta mirada de decenas de personas impasibles, que consintieron la agresión sin mover ni un dedo ni osar defender a las dos mujeres que únicamente intentaban informar de unos derechos actualmente coartados en Cataluña por unas hordas que emplean exactamente los mismos métodos enumerados en los párrafos anteriores. Causa pavor escucharlo, pero esa es la realidad de ese lugar de España y de algún otro. Persecución de ideas, difusión de mentiras -España ens roba- lavado de cerebro intensivo en las escuelas, prohibiciones como la de usar el castellano, quema de banderas, insultos al Jefe del Estado y, finalmente, agresiones consentidas a quienes defienden la integridad del territorio español y osan hacerlo público.
Por supuesto, no ha sido el único caso pero sí el que más impacto mediático ha tenido. Hoy en día, el español en Cataluña está perseguido, arrinconado, mal visto. De seguir así, en poco tiempo será deportado, desterrado, agredido, internado o, incluso, asesinado. Llámenme exagerado. Me parece muy bien. Pero el día que lean en la prensa o escuchen en la televisión que alguien murió en Cataluña por defender España, no se den golpes de pecho ni se hagan los sorprendidos. No hace tanto eso pasaba a diario en el País Vasco. ¿O es que lo hemos olvidado? Ni Hitler ni sus métodos quedan tan lejos. Es más, los tenemos aquí mismo. Entre nosotros. Aprovechándose del silencio de los cobardes crecen y crecen. A toro pasado, todos acabarán diciendo que alguien tenía que haber parado al monstruo pero, ¿habrá algún valiente?
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