Resulta evidente que, a medida que uno va cumpliendo años, el pasado abulta más que el futuro que nos queda por delante y los recuerdos suponen una parte muy importante de nuestra vida cotidiana. Recordamos a personas que ya no están, momentos que no volverán, lugares que ya no existen...Y a veces lo hacemos con nostalgia, añorando todo aquello que ocurrió en ocasiones sin fundamento pues, como dice un buen amigo, tendemos a mitificar un poco todo lo que es pasado sin saber por qué. Debe ser algo consustancial al ser humano eso de añorar, echar de menos, recordar con una sonrisa en los labios incluso algo que en su día tuvo sabor amargo. A mí me ocurre cada vez más, así que hoy inicio lo que pretende ser una serie, que recogerá mis añoranzas personales referidas a temas concretos. Comienzo aunando dos de mis pasiones, escribir y el fútbol, exponiendo la visión que tengo ahora de acontecimientos vividos hace muchos años pero que dejaron en mí un poso agradable. Hoy, mi única actividad profesional consiste precisamente en eso, en escribir sobre fútbol. Es algo que fue surgiendo, una afición, algo vocacional que, por desgracia, no he logrado convertir en mi trabajo diario. También esa sensación de fracaso, de haber llegado tarde, de no haber estado en el sitio preciso en el momento justo, envuelve un poco el paquete y acentúa la sensación de añoranza, de lo que pudo haber sido y no fue. En fin, qué le vamos a hacer. Escribamos pues.
Fue el día de Reyes de 1979. Ese
día me senté en la grada de un campo de fútbol por primera vez. Fue, cómo no,
en el frío cemento que entonces ofrecía el estadio Vicente Calderón. Tenía ya
quince años, pero no se había dado la posibilidad de acudir hasta esa fecha, en
la que mi padre decidió que ya era hora de que mi hermano y yo asistiéramos en
directo al espectáculo del que él tanto nos hablaba en casa a la vuelta de
emocionantes partidos, unos ganados, los más por aquel entonces, otros
perdidos, como sucedió precisamente el día de nuestro estreno: palmamos contra
el Burgos 1-2, y sólo recuerdo que los goles visitantes los marcó un delantero
argentino que se apellidaba López que luego jugó en el Sevilla. En los
castellanos ya despuntaba un tal Juanito Gómez, hoy convertido en
leyenda en el norte de Madrid a causa de un desgraciado y prematuro accidente.
Eran otros tiempos para el
deporte rey. No sé si mejores, pero sí más entrañables, más cercanos, menos
edulcorados y, desde luego, mucho menos manipulados por los medios de
comunicación. Todo era más real, más cotidiano y más épico. Se jugaba durante
el invierno en campos embarrados, a veces encharcados, y aún así se veía más
juego que en muchos partidos hoy en día. Las botas se empapaban y pesaban un
kilo, eran negras y con cordones y no de esos colorines fosforito que
desentonan una barbaridad con el resto del uniforme. Jamás me acostumbraré a
que un futbolista juegue con botas blancas: me parece que fuera descalzo. Los
balones no estaban hechos con materiales empleados por la NASA, eran de cuero y
nada más y cabecearlos un día de lluvia era como darle un testarazo a una
maceta con tierra y todo.
Los estadios lucían vistosos nombres,
como La Condomina, Las Gaunas, El Vivero, La Viña o La Rosaleda, nombres que
identificaban al club con el barrio o la calle donde se forjó su historia.
Luego se puso de moda que recordaran a uno de sus presidentes, muchas veces al
mejor, otras al más nefasto; así, Chamartín pasó a ser el Santiago Bernabéu, el
Manzanares se convirtió en el Vicente Calderón, o Altabix en el Martínez
Valero. También llegaron a dar su nombre a un campo Ruiz de Lopera o José
Fouto, personajes que llevaron a sus equipos casi o totalmente a la quiebra.
Hoy, en una pérdida absoluta de tradición y respeto por la historia, hay
estadios que se llaman Iberostar en vez de Son Moix (o Luis Sitjar) y existen
proyectos para denominar a los más importantes coliseos con nombres de líneas
aéreas casi siempre árabes, que generan muchos petroeuros pero ocurre que,
como se ha demostrado en el Málaga, a sus forrados jeques no les importa un
comino la afición.
Los protagonistas también han
cambiado. Es más, nada tiene que ver un futbolista puntero de hoy con Gárate,
Santillana o Migueli. No es que sean mejores, que muchas veces sólo lo son en
el físico, es que son mucho más odiosos. Los mencionados concedían entrevistas
a todo el mundo, firmaban autógrafos a tutiplén y acudían a entrenar en sus
coches como el resto de mortales. Hoy, si la figura se enfada por una pregunta
“inoportuna” llama tonto al periodista, se enfurruña y se tira tres meses sin
hablar, lo cual, dicho sea de paso, a veces es una bendición. Los niños
pequeños en muchas ocasiones no sólo se quedan sin la firma de su ídolo, sino
que encima no pueden verle porque sale –o entra- por la puerta de atrás, como
si fuera a un juzgado, como si se avergonzara, como si le molestara contactar
con la plebe. Y si el aficionado espera en la puerta del aparcamiento, tampoco
llega a atisbar al volante la silueta del ídolo porque sale a toda pastilla en
un bólido que antes sólo se veía en las películas de James Bond. Y encima, para
parecer más cercano y más guay, el chico a veces se jacta en algún periódico de
que tiene uno para cada día de la semana. Por no hablar de las ridículas
celebraciones de los goles, emitiendo gritos simiescos o remedando bailes
estúpidos incluso con 6-0 en el marcador, todo un ejemplo de respeto al
adversario. En aquellos tiempos había jugadores ingenieros como Gárate, médicos
como José Martínez “Pirri” o economistas como Sanchís hijo o Butragueño. Hoy,
con suerte tienen el graduado escolar y algunos, como diría el genio de La
Calzada, una etiqueta de anís del Mono.
Los porteros también son otra
cosa. Entonces muchos no llevaban guantes y, si lo hacían, éstos eran de lana y
lucían jerseys de punto, iguales a los que vestían mientras disfrutaban de la
televisión en blanco y negro en los salones de sus casas. Lo de hoy en día no
son guantes sino manoplas según los gurús, cubiertas de auténticas ventosas y con
sus nombres grabados, personalizados que se dice ahora y disponen de docenas de
pares. Hace años, si Iribar o Arconada hubieran lanzado sus guantes a la grada
al terminar un partido nadie se hubiera peleado por cogerlos. Hoy son un
trofeo. También les hacen uniformes de colores chillones porque dicen que así
despistan a los delanteros. No sé yo. Además, si quieres ser moderno, debes
saber jugar el balón como lo hacía un líbero de entonces, a lo Beckenbauer,
para entendernos. Si no, dedícate a otra cosa. Tampoco se paraba “a mano
cambiada”, algo que parece tener mucho mérito según los narradores epilépticos
de partidos, pero que ni Urruti ni Ablanedo ni ninguno de los extraordinarios
arqueros de aquella época practicaban. Serán las modas.
Como las equipaciones de
los clubes. Ni las entiendo, ni comprendo el criterio para elegirlas. Antes se
jugaba con el segundo uniforme cuando coincidían los colores. El Barcelona
siempre jugó de azulgrana en el Manzanares. Ahora unos años va de amarillo
limón, otros de verde pistacho y a veces de negro. Por supuesto, últimamente
con esa ropa amarilla y roja a rayas que simula una bandera catalana. Y qué
decir de la camiseta titular. Basta observar este año al Barcelona con ¡rayas
horizontales! O a mi Aleti, que visto de espaldas parece el Murcia, el mítico
conjunto pimentonero. Hace pocas semanas pasé por la tienda que está en los
bajos del estadio y una joven dependienta me miró como a un bicho raro cuando
le dije que la casaca me parecía horrorosa. Es más, me aseguró que se estaba
vendiendo muy bien. Cosas del marketing. Es sabido que hoy se gana más despachando
camisetas horteras que con los abonos o las entradas.
Queda escrito que los jugadores
de entonces parecían algo más listos que los de ahora. Todos sabían leer y
escribir y, como ganaban lo justo, como cualquier trabajador, no necesitaban
agentes ni representantes. Creo que el primero que los utilizó fue el traidor
Paco Llorente, que se declaró mudo total cuando empezó a hablarse de su fuga
del Aleti al eterno rival y salía siempre con la cantinela “eso lo lleva mi
representante”. Actualmente los agentes de futbolistas son dioses, verdaderos
reyes Midas que consiguen para los chavales contratos con cifras disparatadas,
auténticamente inmorales en muchos casos, a cambio de enormes tajadas. De hecho
hay alguno más rico que casi cualquier jugador.
El juego era quizás menos físico,
no se marcaba al contrario por todo el campo, pero en cambio era más viril,
centrales de pierna fuerte y nariz rota como Arteche o Goicoechea pegaban una
barbaridad a delanteros que aguantaban el envite sin necesidad de rodar
espectacularmente por los suelos levantando los brazos al árbitro ni de pedir
enérgicamente tarjeta para sus compañeros de profesión. En lugar de llevar
blindadas las espinillas, aquellos jugadores se enfrentaban con las medias
bajadas y camisetas y pantalones de algodón a adversarios rudos y a veces
violentos sin esconderse junto a la banda y sin pedir constantemente la
intervención del médico. Antes, de los lesionados se ocupaba un masajista con
agua y réflex y enseguida los dejaba listos para regresar a la lucha. Ahora
tienen a su disposición una legión de médicos, recuperadores, fisioterapeutas y
camillas con ruedas por si tienen que salir del terreno de juego que no lo
hagan cojeando, los pobres.
Hasta los árbitros han dejado de
ir de negro. Han cambiado el luto riguroso por toda una gama de colorines que,
en ocasiones, consiguen que no se distingan de los guardametas y sus vistosos
uniformes. Las tarjetas entonces blancas ahora son amarillas, también
fosforescentes, y los colegiados, antes conocidos como trío arbitral y ahora
como la alegre pandilla, -hay competiciones que ya van por seis- son una mezcla
entre locutores de radio y encargados de sex-shop, por la cantidad de auriculares,
pinganillos, vibradores y demás elementos electrónicos que portan. Sin embargo,
sigue sin utilizarse una tecnología que les ayude a determinar si una jugada es
o no fuera de juego o si un balón ha entrado del todo en la portería. Existe,
pero no se les deja usarla. Eso sí, desde hace poco también llevan un aerosol
con espuma de afeitar que dicen que sirve para marcar la línea que debe
respetar la barrera en las faltas. En fin, quizás por eso casi todos los
dirigentes andan por estas fechas visitando comisarías y prisiones. Como a
todos los que mandan, ha acabado por interesarles más llenar el bolsillo que
ayudar a las personas.
Al principio me referí a las primeras
gradas que conocí. Eran de cemento, con los lugares asignados a cada espectador
separados por una línea negra pintada en ellas. Si te tocaban al lado dos
señores de cierto tamaño y bien abrigados, con aquellas gruesas pellizas de
ante que se usaban entonces, apenas podías moverte en todo el partido. Eso sí,
estabas calentito sin necesidad de llamar a los hombrecillos con chaquetilla
blanca y cestas de latón que pasaban constantemente por las gradas al grito de
“¡hay copas de coñac, oiga!” Sí, los jóvenes han leído bien, se vendía licor de
alta graduación en los estadios, y la gente fumaba largos puros que podían
comprarse en los numerosos puestos a la entrada del campo, actividad hoy
prácticamente proscrita.
Pero sin duda, el mayor cambio y
el que más daño le ha hecho a este deporte es el experimentado por los medios
de comunicación. Entonces había rivalidad, pero entre Aleti y Madrid. Esos eran
los partidos del año, los derbis. Lo de los clásicos era en Argentina,
Boca-River o Vélez-San Lorenzo. Pero la prensa se inventó, al calor de la
política, un nuevo choque estrella, el Barcelona-Madrid y, poco a poco, dejaron
de existir los demás para centrarlo todo en esos dos clubes. El resto
permaneció atónito y consintió que la brecha se fuera agrandando hasta conseguir
la competición que hoy padecemos, en la que lo más importante es quién de los
dos grandes alcanza el Balón de Oro, la Bota de Oro o el Pepino de Oro. Incluso
programas de fútbol en televisión que antes se dedicaban a poner los resúmenes
de los partidos, hoy exhiben sin pudor a exaltados de ambos bandos que se
dedican a dar voces e insultarse antes de ofrecer, a última hora, ridículas
imágenes del resto de equipos. Sin embargo, durante el programa, los
energúmenos sólo se habrán dedicado a intentar descifrar lo que decían
jugadores que, precisamente para evitarlo, ahora se hablan en el campo con una
mano delante de la boca, o a jalear las vergonzantes “performances” que tras
los goles escenifican las estrellitas. Afortunadamente todavía queda algún Puyol
para darle un sopapo al tontaina de turno que se pone a hacer gilipolleces
cuando su gol supone el 0-7 ante un rival entregado.
En definitiva, antes esto se
llamaba fútbol. Ahora es un negocio muy lucrativo, tanto para jugadores como
para entrenadores, directivos, agentes, cadenas de televisión y periodistas en
general. Para todos menos para el que sostiene el negocio. Para el que paga. De
nosotros nadie se acuerda. Porque hace un par de décadas, o tres, los partidos
se jugaban los domingos por la tarde, menos el televisado, que era por la
noche. Hoy se juega viernes, sábados, domingos y lunes, hay encuentros que
acaban pasada la medianoche y, si quieres ver a uno de los dos equipos
privilegiados, disponte a rascarte el bolsillo a modo. Y si hay jornada entre
semana o se juega la Copa del Rey, todos los días hay partido. Un lío. Tampoco
existen ya en la radio los carruseles de verdad, porque casi nunca se juegan
dos partidos al mismo tiempo. Es por los chinos, que nos ven mucho y a todas
horas. A nosotros, que nos den. Y en la prensa escrita, todos lucen sus colores
sin sonrojo ni control. Antes, ser objetivo era lo que intentaba aparentar
cualquier periodista que se preciase. Ningún lector sabía a ciencia cierta de
qué equipo eran Gilera, Belarmo o Rienzi. Hoy todos sabemos de qué pie cojea
cada uno de ellos y encima les importa un bledo. Sí, permítanme que lo diga, he
acertado con la palabra correcta. Es añoranza. Una nostálgica y enorme añoranza
de aquel gran día de Reyes de 1979.
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